Después de casi más de una década de crecimiento sostenido, se cierne sobre más de 30 millones de peruanos la inminente e innegable amenaza de una crisis económica. 

En los últimos meses, los sectores más optimistas del gobierno y de la prensa profesional la han llamado desaceleración de crecimiento, impacto coyuntural de los precios internacionales de los metales y otros “commodities”.

Los empresarios y los críticos del gobierno claman por una mayor liberalización de los regímenes laborales, a fin de aumentar la cantidad de trabajadores formales y por ende de personas que puedan pagar impuestos. Los sectores más técnicos del gobierno han traído propuestas más o menos conocidas y experimentadas en otras geografías: polos de desarrollo tecnológico como se hizo en India y Asia, apoyo a la exportación no tradicional como se hace en Chile y Colombia, ruedas de negocios para llevar a los empresarios peruanos a China y Europa, clusters de desarrollo industrial (juntar empresas complementarias en una industria).

Esta semana, haciendo uso de su acostumbrada elocuencia, un artículo del Economist dedicado a comentar la reciente salida del ministro Castilla, despacha no sin ligereza la labor y aporte de los ministros de Economía de Perú hasta ahora: “no tenían nada más que hacer, excepto recoger aplausos”. Nuestro crecimiento en los últimos años habría sido el simple reflejo de la subida de los precios mundiales del cobre, el oro y la plata y otros productos de exportación tradicional. Ahora que las economías China e India han aflojado sus tasas de crecimiento, también porque los mercados de consumo finales en Estados Unidos y Europa no se terminan de recuperar, la economía del Perú al igual que la del resto de la región ha pegado un frenazo y amenaza de tocar el crecimiento 0.

Martillar cansinamente que nuestra economía va a seguir creciendo como hasta ahora es negar a mirarnos en el espejo y afrontar la pregunta fundamental de nuestra realidad histórica y presente: ¿es adecuado nuestro modelo de crecimiento económico?

Nuestra realidad política y social, y en buena medida nuestra identidad nacional se han visto influenciadas, deformadas, moldeadas por ese rol que el Perú asumió en el mundo prácticamente desde 1492. Las desigualdades sociales que van más allá de la diferencia de ingreso en nuestro país tienen su origen más remoto en el trabajo ignominioso de la mita, la encomienda y las minas. Los ciudadanos más pobres de nuestra sociedad siguen allí al pie de las minas, sobreviviendo una suerte de maldición centenaria de vivir al pie de las vetas de los minerales que la industria mundial necesita.

Uno de los aspectos menos conocidos de nuestro nacimiento a la vida republicana está relacionado con la explotación de las minas de plata por inversionistas ingleses. Nuestra independencia nacional debe tanto o más a las especulaciones capitalistas del mercado de Londres de 1821 que a nuestros ideales libertarios.

Somos un país mestizo porque se importaron esclavos africanos para la explotación azucarera destinada a la exportación, y se reclutaron miles de chinos para explotar el guano de las islas, y para que construyeran las líneas de ferrocarriles que permitían a su vez extraer los metales andinos y transportarlos a los puertos de embarque.

Destruimos buena parte de nuestra población amazónica durante la primera fiebre del caucho. La explotación y destrucción de nuestra riqueza ecológica se ha prolongado debido a la explotación del petróleo y la tala ilegal de maderas preciosas. Irónicamente se combate el cultivo de la coca, que siendo también un producto de exportación por lo menos aporta al sustento directo de sus productores.

La historia económica del Perú está baldada por las cicatrices de las deudas internacionales enormes contraídas gracias a la fiebre del caucho, del guano, de los trenes, de la caña de azúcar, de la harina de anchoveta, del petróleo.

Durante casi 200 años hemos persistido tozudamente en las mismas poses ideológicas, en las mismas relaciones perniciosas de nuestra clase política con los mercados mundiales. Pareciera que somos incapaces de forjar un modelo diferente. La prensa y los defensores de este modelo económico han fustigado a la población y a sus defensores por haber paralizado la inversión en Conga.

Los adalides del modelo económico tradicional no dejan de señalar que gracias a este modelo el Perú ha combatido exitosamente la pobreza durante la última década, la crisis en ciernes demuestra lo contrario. Los capitales extranjeros tan prestamente llegan como raudamente se van a otros países dejando una estela de ríos y capas freáticas infestadas, de tierras contaminadas, de enfermedades raras y un tejido social tullido por una pobreza andina que fácilmente degenera en miseria y violencia urbana.

Es obvio que en el siglo XXI ningún país puede subsistir sin algún tipo de articulación e intercambio con el resto del mundo. Pero es verdad también que el Perú y los peruanos, quizás por primera vez en su historia, estamos en capacidad de decidir el camino a seguir. La palabra crisis etimológicamente está relacionada con la noción de escoger entre alternativas. Seamos conscientes de nuestro pasado, no insistamos en los mismos errores.

Ginebra, 19 de Septiembre 2014