Mi abuela materna solía contar que mi abuelo viajó alguna vez en barco de Lambayeque a Lima. De niño, al inicio de los veranos limeños, cuando mi abuela y yo remontábamos en un interminable viaje nocturno de 14 o 15 horas la ruta inversa, sólo que en ómnibus interprovincial, me encantaba que mi abuela me repitiera una y otra vez esa historia de visos homéricos a medias inventada y a medias soñada. Muchos años después, seguramente que ese viaje y la leyenda en que fue convertido también definió mi destino: pues resulté siendo el más andariego de toda mi familia.
El precio de nuestras carreteras

La época y cronología de la narración cambiaba según el humor político de mi abuela, o, quizá, del estado de su memoria. Así, a veces el viaje de mi abuelo se situaba durante la presidencia del general Benavides o el del democráticamente elegido Billinghurst, y otras veces durante el oncenio de Leguía. Cuando escuché la historia por primera vez, cursaba yo tercero o cuarto de primaria y me parecía genial que mi abuela me diera su propia versión de la historia peruana que yo estaba apenas mal aprendido en mis soñolientas lecciones de Historia del Perú en el colegio. 

La famosa Panamericana Norte

Pero la ruta emprendida por mi ilustre abuelo era siempre la misma: en un tren lentísimo entre Monsefú y el Puerto de Etén, la espera incierta en casa de unos primos que vivían en ese pueblo a que pasara un lanchón caletero, que pasaba una o dos veces por semana para transbordar en el puerto de Pimentel en un barco a vapor más grande y realizar el viaje de 2 o 3 días hasta el Callao. La duración total del viaje era una semana.

Quizá fuera para hacer trámites ante algún ministerio en nombre de su familia o simplemente fue un viaje de placer en compañía de su padre, quien era administrador de una hacienda. En todo caso, la historia de ese viaje, que debe situarse a finales de la primera década del siglo XX, nos dice mucho más que lo que cuentan los libros de historia sobre el estado de nuestro país hace poco menos de un siglo.

En los manuales de historia peruana la mención de la carretera panamericana es rápida y somera. Influencia de la política internacional de Estados Unidos y como estrategia geopolítica continental de la época entre las dos guerras mundiales. Fue concebida en la V Conferencia Internacional de los Estados Americanos en 1923, celebrándose el Primer Congreso Panamericano de Carreteras en Buenos Aires en 1925, al que siguieron los de 1929 y 1939. El tramo que ahora se conoce como la Panamericana del Perú se consolidó y formalizó durante el segundo gobierno de Oscar Benavides entre los años 1933 y 1939. Pero en realidad fue, parcialmente al menos, uno de los productos de la última forma de esclavismo moderno que se dio en el Perú republicano, a través de la ley de Conscripción vial.

Precisamente por aquellos años del viaje fantástico de mi abuelo a Lima, el 28 de junio de 1920, se publicaba, en el diario El Peruano como el D.L. N° 4113, el texto de la ley aprobada el 11 de mayo y que se conoció durante más de una década como la Ley de Conscripción Vial o Servicio Obligatorio de Caminos. La Ley establecía en quince artículos que estaban sujetos a ella todos los varones residentes, peruanos y extranjeros, entre los 18 y 60 años, reconocidos sobre la base del registro militar (que los reconocía entre los 21 y 50 años). El resto de la población se inscribiría directamente con las juntas viales. Establecía también que la movilización de la mano de obra en los trabajos convocados por las autoridades debía llevarse en un periodo de una semana por año entre los 18 a 21 años y de 51 a 60 años, los de 22 a 49 años trabajarían en cambio dos semanas al año o uno por semestre. El 3 de septiembre se aprobó también un reglamento provisorio para su funcionamiento, según el cual, el Estado contribuiría a estos servicios con herramientas, materiales, explosivos, coca y bebidas alcohólicas para retribuir los servicios prestados. La situación de cumplimiento de los conscriptos se certificarían con una boleta vial sellada. La ley sería aplicada y ejecutada como parte de la política vial del gobierno.

No hace falta imaginación, ni recurrir a la memoria de nuestros abuelos, para entender qué sector de la sociedad peruana fue víctima de esa ley de oprobio. Meza Bazán, en varios artículos y en su tesis de grado, analiza con doloroso detalle ese momento vergonzoso de nuestra historia. Algunos escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, López Albujar y Arguedas en varios momentos de sus obras hacen referencia a los “conscriptos” y a esa realidad que explica también la génesis del crecimiento y migración urbana en nuestro país. El campesino andino o costeño que era enrolado o “levado” para trabajar en lo que al gamonal o terrateniente se le ofreciera o necesitara en el día: explotar una mina, arreglar la casa hacienda, reparar un camino o perder la vida construyendo un puente. Con la anuencia y complicidad del prefecto y el policía o militar de turno posteado en la zona.

Documentos y estadísticas varias cifran en alrededor de 17,682 los kilómetros de carreteras construidas y renovadas (entre asfaltadas, sin asfaltar y acondicionadas) durante los once años del gobierno de Leguía. El costo humano y social de ese legado aún no ha sido estudiado. La ignominia de esa situación contra cualquier peruano que no tuviera el dinero necesario para pagar un reemplazante o que hubiera perdido su boleta, siguió vigente hasta el mes de agosto de 1930, cuando el general Sánchez Cerro se hizo del gobierno a través de otro golpe de estado, y derogó expresamente esa ley.

Así cuando veinte años más tarde, mis abuelos y sus hijas emigraron a Lima, lo pudieron hacer por carretera en un viaje polvoriento que aún duraba casi veinte horas y que atravesaba tramos temibles como el famoso Pasamayo, trocha de apenas unos metros de anchos robada a los acantilados del océano pacífico que, entre los meses de abril y mayo, se convertía en la ruta del miedo a causa de la neblina espesa que subía del mar y solía provocar terribles tragedias.

En más de medio siglo el tiempo de viaje a Chiclayo a Lima se ha reducido en apenas unas horas. Más de la mitad del trayecto debe hacerse en una vía compartida de dos direcciones. Y la carretera es utilizada a la vez por transportistas de carga, automóviles y autobuses de diversos tamaños. Claro que al igual que en los años veinte, solo aquellos que no podemos permitirnos el precio de un billete aéreo terminamos infligiéndonos las doce o catorce horas que dura el trayecto a Lima-Chiclayo o viceversa.

Se calcula en 65 millones el número de viajes por carretera que se realizan en Perú en un año. Sabiendo que más de la mitad de los peruanos vivimos en la costa, podemos suponer que por lo menos la mitad de esos trayectos se deben hacer por la carretera panamericana sea norte o sur.

La situación económica y financiera del estado Peruano es seguramente envidiable. Sin embargo, como me decía un amigo peruano que trabaja como analista financiero para mercados latinoamericanos en un banco suizo “ya no somos pobres, ahora sólo somos injustos y egoístas”. Él hacía referencia a la desigualdad de acceso al bienestar material que parece ser la tara más difícil a corregir en nuestra sociedad.

(continuará...)