El 22 de noviembre de 2013 se cumplen 50 años del asesinato de John F. Kennedy. Bill O'Reilly ha escrito una biografía que se está traduciendo al castellano. Yo les propongo mi reseña del libro.
Uno de los heroes de mi madre

Escuché hablar de él durante toda mi infancia. Mi madre como muchas mujeres de su época, además de imitar el peinado mítico de Jacqueline Kennedy, adoraba su memoria. Sabía o inventaba retazos de su biografía basados en los chismes e historias sobre él y su familia que leía los miércoles y sábados; en la peluquería donde encontraba ejemplares antiguos, manoseados y descoloridos de Vanidades, Buenhogar, Cosmopolitan, Life y las Selecciones de Reader Digest, que constituían su única fuente de lectura y que Doña Lucha, la peluquera, compraba en un puesto de segunda mano una vez al mes. A mí me gustaba acompañarla y hojear esas revistas y deletrear las leyendas de sus fotografías en blanco y negro.

Pero, a mediados de la década de los sesenta, hacía varios años que John F. Kennedy había sido asesinado: mi madre me contó varías veces la historia de ese fatídico viernes 22 de noviembre de 1963. Yo iba a cumplir 2 años, y mi hermana Rosa no había cumplido aún 3 meses. “Lo vi por la televisión” –me decía. “Vi como lo mataron”.

Leyendo el libro de Bill O’Reilly, Matar a Kennedy, me doy cuenta que en esos días calurosos de noviembre de 1963 nadie pudo ver el asesinato de Kennedy en la televisión y mucho menos en vivo. La revista Life publicó fotogramas de la famosa película casera de Abraham Zapruder algunos meses más tarde. Las cuales se convertirían en una de las imágenes más representativas de los años sesenta: Kennedy y su esposa en el auto presidencial, Kennedy agarrándose la garganta después del primer disparo. Jacqueline Kennedy tratando de proteger a su esposo en el momento del segundo y fatal disparo en la cabeza.

A pesar del título, sin duda adecuado para la venta en el 50 aniversario del magnicidio, el libro de O’Reilly no es un libro que se engolfé en los detalles del asesinato de Dallas o en alguna teoría conspirativa en particular. Es más bien un recuento bastante objetivo de los últimos años del presidente americano y la manera como sus palabras y su estilo afectaron y moldearon el mundo geopolítico en los años sesentas. Es interesante además porque, sin perder el ritmo de la narración, muestra en algunos trazos cómo eran y qué movía a otros “hombres famosos” de su época: como Martin Luther King, Nikita Khrushchev, Fidel Castro, Charles de Gaulle, Mao Tse Tung o Edgard Hoover y Frank Sinatra.

No cabe duda que los sesentas fue una década decisiva y llena de acontecimientos clave para el mundo: Cuba y la guerra fría, el muro de Berlín, la intervención anticomunista en Vietnam, la carrera espacial y la conquista de la luna, la abolición de la segregación racial en Estados Unidos, la creación de los nuevos estados africanos. Da vértigo imaginar que prácticamente todos estos acontecimientos estuvieron sesgados y marcados por una generación de políticos norteamericanos de apenas 40 años, que discutían y decidían de política mundial entre fiestas tumultuosas a ritmo de Twist y regados de daiquiris y champagne francés.

Hay una especie de hilo conductor en las acciones y decisiones políticas del breve gobierno de Kennedy: mantener a toda costa la apariencia de un gran gobierno, que rige un gran país, y que lidera una gran nación. Pudo haber duplicidad en este respeto por las apariencias, pero también hubo un sentimiento de respeto frente a las grandes decisiones de la historia: apoyar a Luther King, por ejemplo. A pesar de saber, gracias a Hoover, que el gran héroe de la lucha antisegregacionista era un mujeriego empedernido. Robert Kennedy pasa horas con su hermano y otros políticos planificando en gran detalle la recepción en Washington de la que será una de las más famosas manifestaciones anti raciales de la historia y en la cual Martin Luther King dirá su famosa frase “Tengo un sueño”. La obsesión por el detalle de las apariencias en Kennedy llega a extremos y es ejemplificada en la frase, recogida por O’Reilly: “Díos, qué hacemos si orinan en algún monumento”.

¿Vanidad? quizás: ¿superficialidad? En algunos casos. O’Reilly dedica varias páginas al legendario apetito sexual de Kennedy. Como una especie de personaje sacado de una novela de García Márquez, Kennedy tiene que acostarse con una mujer diferente cada día: entre reuniones de estado, en la piscina privada que se ha hecho construir, durante los viajes presidenciales: americanas, extranjeras, empleadas de la Casa Blanca, vírgenes, actrices, jóvenes o maduras, solteras o casadas. Las mujeres para Kennedy son un anti ansiolítico que él se administra generosamente. Jacqueline Kennedy lo intuye, pero sabe también que hay que guardar las apariencias y lo tolera. Empero, es una manera de encontrar empatía con otros políticos con los que comparte las mismas “necesidades”: de Gaulle, Khrushchev, Luther King, Mao Tse Tung.

O’Reilly también analiza con detalle los discursos de Kennedy: su famoso primer discurso de toma de gobierno en el que anuncia “La Alianza para el progreso” que jalonará la política de Estados Unidos con América Latina en los próximos años. Y en la que les pide a los jóvenes norteamericanos que no “pregunten lo que el gobierno puede hacer por ellos, sino que se pregunten qué pueden hacer ellos por su país”. Es verdad que se trata de un nuevo tipo de discurso nunca antes escuchado: matizado por la emoción y la gran visión de hacer grandes cosas de luchar por las grandes causas, como la libertad y la democracia, el descubrimiento de las profundidades de los mares, descubrir juntos al espacio. Como en una película de Frank Capra o más bien de Spielberg, son propuestas que no van dirigidas tan solo a los electores norteamericanos sino a los pueblos y gobiernos del mundo.

Quizás algunas de esas palabras también impresionaron a una mujer peruana de apenas 30 años con cuatro hijos pequeños y que trataba de sobrevivir con decoro a inicios de los años sesenta. Es una lástima que la vida política de muchos de nuestros países no inspire a las simples amas de casas o las generaciones de jóvenes que comienzan a descubrir el mundo. Aún medio siglo después es difícil de juzgar el legado de un hombre: el de Kennedy parece ser que será el respeto por la historia.