Anamnesis de la locura amorosa
Historias de bibliotecas
Amor Victorious, 1602-03Oil on canvas, 156 x 113 cm, Staatliche Museen, Berlin
La profesora se llamaba Teresa; pero nosotros con una infantil e ingenua inventiva la llamábamos Gatubela. Nada tenía la pobre de Teresa de las cimbreadas y eróticas curvas del personaje que veíamos por las noches en programas aún en blanco y negro, salvo unas gafas pasadas de moda en forma de antifaz y una voz demasiado aguda para poder ser maestra de latín.
Nada habíamos aprendimos en los cursos pasados, ni parecía que íbamos a aprender gran cosa en los siguientes sobre gramática latina. Pero exagero, nos había encantado la “pulcra rosa” porque en nuestra clase había una niña que se llamaba Rosa, que sufría de rinitis crónica y hacía siempre ruidos con la nariz tratando de impedir que unas babas verduscas emergieran de unas fosas nasales demasiado grandes para su carita de 13 años. Como dice Paul Nizon: éramos niños, éramos crueles e ignorantes.
Esas clases de los lunes por la mañana no eran otra cosa que una fiesta continua, un apéndice del domingo por la tarde. Ni siquiera nos dábamos el trabajo de estar sentados o dejar de hablar. El gordo Manuel, el más grande de todos y el más avieso, fumaba de pie sobre un pupitre y echaba volutas de humos por la ventana de la clase.
Pero esa mañana gris y sombría, como sólo suelen serlo las mañanas de abril de Lima, Teresa Martínez Luna, graduada en Lovaina con honores, nos dejaría callados para siempre. Quién le daría la idea, nunca lo supimos, lo cierto es que funcionó: a las nueve y 35 minutos de la mañana, mientras la algazara de la clase se hacía insoportable, Teresa extrajo un cuchillo de cocina de su bolso y se lo colocó a la altura de la carótida. —Me voy a matar por amor, dijo, con voz impávida.
Nunca olvidaré el humo del tabaco negro y maloliente del negro Perico, detenido sobre nuestras cabezas cuando se volteó y quedo boquiabierto, en una escena que parecía sacada de los dibujos animados. Cuando el silencio ya se hacía insoportable, la maestra continuó, “Como Gallus”. “¿Saben quién es Gallus?”, “¿Saben quién es Gallus?” Preguntaba, mientras se paseaba entre las filas de pupitres con el cuchillo en la mano, como si fuera un abanico y ella Sarita Montiel.
El enano Fernando, el nerd de la clase lo sabía, —El pastor. Dijo con un hilo de voz.
—Siéntense, ordenó ella, sin mirar siquiera a quien era su favorito y que tenía los ojos empañados de lágrimas. “Les voy a contar la historia”. Veintidós autómatas se sentaron y miraron a Teresa Martínez Luna como si fuera la propia Virgen de los pastorcitos de los villancicos del Padre Torres.
—La verdadera historia, de Gaius Cornellius Gallus. Y cuarenta y cuatro orejas sucias oyeron durante un tiempo helado, que Gaius había sido amigo de Virgilio, que estudiaron juntos, que Gaius lo ayudó cuando lo exiliaron, que también escribía poesías. Que había peleado a favor de Marco Antonio y Cleopatra. Y finalmente, con las mismas lágrimas en los ojos que el enano Fernando —el nerd de la clase—, nos relató la historia de Gaius y Lycoris, de cómo la había amado, de los olivares que le había comprado en Tarragona, de la embriagadora voz de Lycoris —que en realidad se llamaba Cytheris—. Y finalmente, de como Gaius Cornellius Gallus, —al igual que Teresa Martínez Luna— se había quitado la vida con su espada de Legionario y como sus compañeros de armas lo habían vestido con su bruñida armadura y su capa bermellón y lo habían incinerado al caer el sol.
Y todos éramos niños, de pronto, nadie osaba moverse, el tiempo se había estancado, cuando ella dejó el cuchillo sobre su escritorio y leyó —en un latín que nos pareció tan diáfano como el castellano limeño que hablábamos en esos días—, la Égloga X de Virgilio: esa voz, rica en agudos, era de pronto la voz de Gallus, y unos minutos después, la voz de los pastores que le responden. Sólo hacia el final, la voz se hizo más grave, imposiblemente rauca y colérica:
Omnia Vincit Amor: et nos cedamus Amori
—¿Es verdad? Preguntó, casi en un grito. —¿Es verdad que el amor, todo lo vence, y que nosotros también debemos entregarnos a él? ¿Qué podíamos saber nosotros del amor? Niños de trece y catorce años, que llamábamos tener sexo a besar con la lengua.
Ahora —muchos años después— , sé que no es así. Sé que no fue así para Gallus, y tampoco lo fue para Virgilio, y que siglos después tampoco lo fue para Michelangelo Merisi da Caravaggio —quien hizo posar a su amante como modelo para esa pintura—, y que mil años después tampoco lo había sido para Teresa Martínez Luna.
Creemos que el amor todo lo puede, creemos que debemos someternos a su victoria, y quizá sea verdad, el amor vence, los que amamos siempre somos derrotados.
Epilogo
Teresa Martínez Luna fue expulsada del colegio Salesiano y poco tiempo después murió de cáncer al útero.
El gordo Manuel es ingeniero informático y trabaja en una empresa de telecomunicaciones
El negro Perico es director de una escuela de música
El enano Fernando es profesor de Latín en el Colegio Salesiano de Lima.