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Bruegel, parÁbola de los ciegos

La Dra. Montserrat Pí

Historias de bibliotecas

The Parable of the Blind Leading the Blind (detail), 1568Tempera on Canvas, width of detail 21 cmMuseo Nazionale di Capodimonte, Naples

Pieter der Elder, Bruegel

Publicado: 2013-06-12

Estamos sentados en el estudio del Dr. Maynard. Trato de descubrir en su mirada, en sus ojos oscuros, en ese rostro enmarcado en un pelo azabache recogido en un medio moño, rastros de su historia. ¿Perdería la vista en un accidente? Seguramente, perdió la vista no hace mucho tiempo. No tiene aún las facciones deformadas por la ceguera, esas pequeñas imperfecciones que vamos corrigiendo a lo largo de los años gracias a los espejos y que en los invidentes lentamente se acumulan como heces de una belleza inalcanzable. En una suerte de compromiso con su no olvidada vanidad femenina, en los ojos y cejas lleva un maquillaje permanente que acentúa sus rasgos vagamente orientales. 

Sus manos reposan tranquilamente sobre el escritorio, a un lado una edición en Braille del Seminario de Lacan, encima del libro un Ipod. El sentimiento de aprehensión que normalmente me asalta en las sesiones semanales con el Dr. Bleuler no se presenta. Por el contrario, experimento una relajada expectativa, similar al de un jugador de ajedrez cuando su oponente ha llegado muy tarde o ha cometido un error en la apertura.

Sin embargo, el silencio se va apoderando de todo hasta invadir por completo la habitación. La doctora Montserrat Pi, impertérrita parece escrutarme con sus ojos oscuros.

—¿Ha terminado de mirarme?. Me pregunta con una sonrisa que se me antoja no exenta de coquetería.

— No la estaba mirando. No, especialmente. Mi mentira es tan descarada, que miro detrás de mi espalda para asegurarme que Fritz no se ha colado en la oficina y va a delatar mi mirada impúdica.

— ¿Qué está mirando? Me pregunta

— La reproducción del Bruegel detrás de usted. Inútilmente señalo con la mano la placa metálica sobre el marco de la pintura The Parable of the Blind.

—Ah, la pintura de los Ciegos. El resplandor de la luz de mediodía que se filtra por las cortinas de la ventana, no me impide percibir un ligerísimo rubor en ella.

—Tuve la suerte de verla en Nápoles, en el Museo di Capodimonte. ¿Lo ha visitado?

— No. Nunca he pasado de Roma. Le digo

— Visítelo, lo dice de manera resuelta, como si estuviera prescribiendo algún medicamento. — Lo haré cuando salga. Respondo.

— Su alta es cuestión más legal que médica. Me dice. — Por lo pronto, debe considerarse más un colaborador especial del instituto que un paciente, y en algún modo un recluso.

El silencio que lentamente se extiende entre nosotros es más que elocuente. Ella no insiste en el tema y añade.

— Perdí la vista hace un año. Fue un estúpido y desafortunado accidente de fumador. Ocurrió en la cámara oscura de la casa de mis padres. El extinguidor era muy antiguo y no adaptado a las nuevas normativa de la Unión Europea. El líquido estaba compuesto por tetracloruro de carbono, así que al usarlo quede ciega. Mi padre enjuició a la empresa que se ocupaba de la casa de Cadafel, pero lo único que obtuvimos fue convertirme en pasto de la prensa amarilla. Lo único positivo de todo fue que dejé de fumar. Y abandoné la fotografía: de todas maneras era muy mala. No hay el menor atisbo de ironía o auto compasión en sus palabras.

—Lo siento. Digo, para terminar. Tratando de ocultar la emoción que me suscita su historia y la manera de reaccionar ante la adversidad. Al mismo, siento un placer enorme, casi erótico al poder contemplar con impudicia el rostro de una mujer tan bella.

—¿Sabía usted que Bruegel pintó por lo menos tres tipos diferentes de ceguera en esta pintura? Su voz cobra esos matices de emoción y entusiasmo que me impresionaron la otra noche en el auditorio del manicomio.

—La gente piensa en Bruegel como una especie de miniaturista, porque le gustaba pintar multitudes de personajes. En parte es la culpa del Corte Inglés y sus ediciones de lujo de Tarjetas de navidad. En realidad fue un intelectual comprometido con las discusiones religiosas de su época. Cuando Bruegel regresa de Italia a Antwerpen, estamos en plena época de la Reforma en Europa.

Esfuerzo la mirada para distinguir los rostros de los ciegos de la pintura. Esas miradas deformes. El grupo está abandonando un poblado, pero obviamente han tomado el camino equivocado. Van unidos por sus báculos, de la misma manera que la otra noche la camarera del restaurante nos hizo ingresar al restaurante iglesia.

— Es una banda de ciegos un poco especial. No son unos desharrapados pidiendo limosna. Parecen romeros camino de Santiago o a algún otro lugar de peregrinación. Digo.

— Es verdad, aunque los ciegos eran, entre los lisiados, a los que mejor les iba en términos de mendigar. Desde muy pronto en el medioevo se asociaron e hicieron actividades para fomentar su reinserción en la sociedad. Defendían un lugar de privilegio a la puerta de las iglesias, muchas veces en desmedro de los cojos, mancos u otros tullidos. — Tengo una invalidez prestigiosa. Me dice con picardía y un asomo de sonrisa. —Pero eso es otra historia.

— Le quería contar que un amigo mío, oftalmólogo e historiador de arte, presentó hace un año una ponencia sobre las enfermedades oculares en Bruegel. Su mirada se dirige hacia donde intuye que cuelga la pintura, pero falla en algunos grados. Yo la miro con ternura e imagino tocar su rostro y guiarlo con dulzura.

— ¿Todos sus amigos estudian carreras que no tienen nada que ver unas con otras?. Le pregunto, tratando de que mi pregunta no suene a ironía.

— ¿Qué mayor relación que la oftalmología y la historia del arte? No se debería estudiar la una sin la otra. ¿No cree?

Detalle 2


— Mi ex-novia es historiadora del arte y además se conoce muy bien en Derecho penal, le contesto tratando de que se note el sarcasmo en mis palabras.

— Déjeme que termine. Usted no quiso hablar de su caso al inicio. Ahora debe esperar.

Sus palabras me dejan alelado. Pero ella sin inmutarse siquiera, prosigue.

— El primero de los ciegos, tiene una ceguera causada por cataratas. El segundo visiblemente sufre de un leucoma de córnea. Era una enfermedad muy común en el medioevo, probablemente causada por avitaminosis y falta de higiene. El tercero sufre de amaurosis o gota serena y al cuarto probablemente le han sacado los ojos en una reyerta o como castigo por voyeur de algún potentado. Parece ser que en Florencia y otras ciudades era muy común espiar a las parejas jóvenes mientras hacían el amor. Quizá sea una de las razones por las que se inventó el viaje de bodas.

— Pensé que la pintura representaba un versículo del Nuevo Testamento. Digo un poco a la defensiva y para tratar de no pasar nuevamente por un retrasado mental.

— Tiene razón: El evangelio según San Mateo, 15.7. “Y si un ciego guia otro ciego, los dos caerán en el hoyo”, en la traducción de Nácar-Colunga.

Se ha puesto de pie, y mira sin ver la pintura de Bruegel. Es alta, su pelo sedoso está casi al alcance de mi mano. De pronto, el sonido de la puerta y la voz de Maynard detrás nuestro dan fin a nuestra sesión.

—¿Interrumpo?`

—No, ya estábamos terminando. Dice Montserrat, su rostro ha cambiado y ahora es la Doctora Pi.

—¿Me va a recomendar algún concierto? Pregunto, a la vez, que retrocedo un paso y espío en la cara de Maynard si sabe lo que ha sido nuestra sesión de 45 minutos.

—No. El Dr. Bleuler me ha contado de su pasión por Cecilia Bartoli, a mi también me gusta mucho su álbum sobre Vivaldi.

Afuera me espera Fritz leyendo una revista sobre coches.

¿Continuará?


Escrito por

jorge yui

Colecciono y cuento historias de libros y bibliotecas, mías y ajenas. Pero sobre todo me gusta leer. En Twitter @librogramas


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Librogramas

Crónicas y artículos sobre libros leídos o imaginados