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GÉRICAULT, Théodoreétude

Yo el monstruo: mi sesión de biblioterapia

Historias de bibliotecas

Publicado: 2013-06-06

—Porque aquí, a diez kilómetros del centro de Ginebra en lo que ahora es un coto de exclusividad para ultra millonarios, banqueros y petroleros árabes, Lord Byron pasó casi dos años recibiendo y departiendo con otros escritores e intelectuales ingleses, escribiendo la primera versión de Childe Harold's Pilgrimage, el drama gótico Manfred, y el poema The Prisoner of Chillon y escandalizando a los pacatos ginebrinos, muchos de los cuales llegaron a pagar para espiarlo desde el Hotel Inglaterra —del otro lado del lago— con un telescopio. El Dr. Charcot cuenta más anécdotas pero yo he dejado de escucharlo y pienso más bien en el libro que me ha tocado leer. 

A diferencia de la torre de Babel que pretende llegar al cielo, y que merced a la intervención divina queda inconclusa o a los fallidos intentos de pacto diabólico del Doctor Fausto, la culminación de los años de estudio e investigación son para Victor Frankenstein a la vez éxito y derrota monumental. Porque ese cuerpo apolíneo con lustroso cabello negro y perfecta dentadura, se levanta como un Lázaro remendado, parchado a base de los ideales más nobles de la ilustración y los fragmentos de cadáveres que la revolución francesa ha producido. Agonía y límite viviente entre lo humano y lo divino, el monstruo de Ingolstadt se yergue como metáfora y reflexión sobre el acto mismo de la creación humana moderna.

Su primer gesto sensible —como el Adán de Miguel Angel— es tender la mano a su creador, pero su amago de sonrisa y sus primeros incoherentes sonidos son repudiados por un padre vano y superficial, que ve en ese vástago sin nombre tan sólo una monstruosidad, “que ni siquiera Dante hubiera podido imaginar”. Y sin embargo, la fealdad de esa especial creatura no es extraordinaria: la piel amarillenta, que trasluce las venas y las arterias, es característica de los sifilíticos y gonorreicos que abundan en la Europa de inicios del Siglo XVIII, los ojos acuosos que transparentan hasta las mismas blanquecinas fosas oculares, son propios de los alcohólicos enloquecidos por el el ajenjo y el aguardiente casero.

El edificio del manicomio ginebrino de Bellevue es una copia cabal del nuestro: una villa de planta palladiana pero de atenuada exuberancia gracias a la formación calvinista del arquitecto que las construyó a inicios del siglo dieciocho. Gran cancela de hierro de dos hojas, patio empedrado, y rodeadas de un discreto bosque jardín. La gran diferencia con la nuestra, es la vista imponente sobre el lago de Ginebra, otra no menos importante es su vecindad con la famosa Villa Diodati, situada en el número 9 de, antaño Chemin de Ruth, ahora calle Byron.

La sesión de biblioterapia de este fin de semana ha iniciado: somos seis pacientes de otros tantos centros psiquiátricos los seleccionados para el experimento. Cada uno de los seis pacientes ha debido leer un libro, y deberán hablar de él. El principio de la biblioterapia es simple, bastante antiguo y parejamente desconocido: sus inicios datan de la segunda guerra mundial, cuando los soldados heridos y mutilados tardaban mucho tiempo en recuperarse y algunas lecturas más o menos edificantes les eran propuestas y en algunos casos aplicadas para sobrellevar la carga de la recuperación de sus lesiones. Los textos de rigor de la época eran El libro de Job o el ensayo de Carlyle sobre los héroes.

Cuántas interrogantes morales en la mano tendida de Frankenstein y en el rechazo de su creador. Esa fealdad, que quizá pueda ser leída como nuestro pecado original y que es monstruosamente transmitida al objeto de la creación. Pero esa fealdad es también el testimonio de la imperfección e incapacidad de la ciencia e inteligencia humanas. Y esa misma fealdad no es acaso el monumento a la hybris de pretender “conseguir el conocimiento que busca adquirir su dominio y transmitirlo contra los enemigos elementales de nuestra raza”, es decir la búsqueda del poder de la inmortalidad.

Y empero, ese bastardo, mezcla de la alquimia y ciencia moderna, y que en la novela aparece tildado de horrible, de grotesco, y aborrecible reclama y exige su derecho a la vida y a la felicidad, por el sólo hecho de estar vivo. Cómo no reconocer en estas exigencias la base de nuestra legalidad postmoderna, la jurisprudencia de las “class actions” americanas. Las discusiones sobre el estado providencia y la responsabilidad que le compete para proteger a sus ciudadanos, pues el monstruo moderno claramente lo dice: “Yo soy tu creatura, a la cual estás unido por vínculos disolubles sólo por la muerte de uno de nosotros” y más adelante: “Recuerda que soy tu creatura; debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído, que tú echaste de la gloria sin culpa alguna”.

En 1816, año de escritura de la primera versión de la novela, su autora, Mary Shelley apenas había cumplido diecinueve años y vivía “apestada” de la sociedad victoriana, por vivir en el pecado con su prometido, Percy Shelley —uno de los poetas mayores del romanticismo inglés—. Irónicamente, eran los Shelley quienes realmente vivían en el escándalo hippie “avant la lettre” que los ginebrinos le atribuían a Byron, pues Percy Shelley se había declarado adepto del “amor libre”, abandonado su mujer y dos hijos, y convivía con la casi adolescente Mary y su media hermana Claire, quien—un año más joven que Mary— se había hecho amante de Byron en Londres y los había convencido de visitarlo en Ginebra.

En unos minutos terminará su presentación el paciente de Zurich. Ha hablado de Acto de Fé de Elias Canetti y del amor desmedido por los libros. Después hablaré yo de nuestro parecido con el monstruo del Dr. Frankenstein. ¡Deséenme suerte!

El viento frío de este Mayo sin primavera trae la música de Samuel Barber desde la Villa Diodati.


Escrito por

jorge yui

Colecciono y cuento historias de libros y bibliotecas, mías y ajenas. Pero sobre todo me gusta leer. En Twitter @librogramas


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